domingo, 16 de octubre de 2011

Houellebecq por sí mismo


Michel Houellebecq. El mapa y el territorio. Traducción de Jaime Zulaika, Barcelona, Anagrama, 2011, 384 pp.
Jorge Carrión, uno de los críticos literarios fetiche de este blog, publica en Letras Libres esta reseña de la última novela de Michel Houellebecq, El mapa y el territorio, con la que ganó el Goncourt. La autoficción, de la que se vale el autor francés esta vez, vuelve con fuerza.
El origen de la autoficción es tan antiguo e imposible de datar como el de la primerísima modernidad (Dante, Petrarca, Cervantes, Montaigne). Pero su giro posmoderno tiene, según parece, lugar y fecha: París, 1977. Se publicó entonces la novela Fils, de Serge Doubrovsky, una respuesta directa a la teoría enunciada poco antes por Philippe Lejeune en El pacto autobiográfico.
La autoficción nace, pues, de modo autoconsciente y con una gran carga de ironía: identificando al narrador con el autor y distanciando al mismo tiempo ambas instancias, reflexionando sobre el nombre propio como ancla arbitraria y sobre la identidad como mascarada, confundiendo al lector con un espíritu lúdico heredado de Pirandello, Borges y Nabokov. Pero, sobre todo, la autoficción nace en 1977 como “autoficción”. Es decir, como etiqueta o marca.
Nueve años más tarde Philip Roth publicó La contravida, donde leemos: “Incluso Nathan, que nunca antes había escrito sobre sí mismo como él mismo, aparecía con el nombre de Nathan, de ‘Zuckerman’, aunque todo lo que contaba en el libro era pura mentira o ridículo disfraz de los hechos.” Zuckerman, alter ego de Roth, experimenta en la ficción, entre otras experiencias, una exploración rectal practicada por un policía israelí. Una de las vías autoficcionales más remarcables de las últimas décadas es precisamente esa: la humillación o autodestrucción. Podemos rastrearla en la obra de, entre otros, Peter Handke, W. G. Sebald y J. M. Coetzee. En literatura española, tenemos los ejemplos del cadáver de “J. G.” con que comienza El sitio de los sitios (1995), de Juan Goytisolo, o la muerte de la familia del narrador en La velocidad de la luz (2005). Vueltas de tuerca de una tendencia o estrategia paradigmática de la literatura internacional de nuestro cambio de siglo.
En el despiadado y burlesco retrato de sí mismo que Michel Houellebecq lleva a cabo en El mapa y el territorio encontramos a un misántropo alcohólico, a un turista sexual en Tailandia (“donde al menos te la chupan sin condón”), adicto a los somníferos, que “parecía una vieja tortuga enferma”, y está aquejado de “micosis, infecciones bacterianas, un eccema atópico generalizado, es una verdadera infección, estoy pudriéndome aquí y a todo el mundo se la suda”. La soledad y el abandono van a encontrar dos vías, si no de reinserción, al menos de escape: por un lado, la mudanza al paisaje de su infancia después de una temporada de exilio voluntario en Irlanda; por el otro, la relación personal con Jed, el artista que protagoniza la novela, que contacta a Michel con el objeto de pedirle un texto para el catálogo de una exposición, y a quien posteriormente retrata. Parodiando el lenguaje de textos como este mismo, Houellebecq se refiere una y otra vez a sí mismo como “el autor de Las partículas elementales” y de otros libros, para no repetir su nombre. Ese alejamiento de la propia identidad, aunque se produzca mediante un mecanismo humorístico, es fundamental para llevar a cabo [atención: spoiler] el acto brutal que convierte la novela en una nueva vuelta de tuerca de la historia de la autobiografía ficcionalizada como práctica de la autodestrucción: “Michel Houellebecq” es asesinado y descuartizado. Tal vez el escritor no sea consciente de la genealogía de esa veta autoficcional que he esbozado, pero lo que sí tiene claro es que todo artista está sometido a “la exigencia de novedad en estado puro”. Su decapitación responde a esa necesidad de lo nuevo.
Aunque constantemente “Michel Houellebecq” hable en el interior de la ficción de su propio trabajo –e incluso afirme que el tema central de toda su obra son los procesos industriales–, el rasgo principal del libro es la intersección constante entre la poética de Jed y la del autor. La compartida “voluntad de describir por medio de la pintura los diversos engranajes que contribuyen al funcionamiento de la sociedad”. Es decir, la vocación sociológica de la narrativa de Houellebecq, cuya exploración constante de las costumbres contemporáneas y del mercado se traduce tanto en la descripción de las revistas, programas de televisión y sitios web que a cada momento dictan los modos de sentir y de vivir de la gente, como en la introducción –como iconos o como personajes secundarios– de los auténticos gurús del siglo XXI (Steve Jobs, Bill Gates, Roman Abramóvich, Carlos Slim: aquellos que con sus diseños y sus compras inventan los patrones de valor de los objetos y las representaciones que nos rodean). Porque todas sus novelas se saben históricas y por eso asumen los gestos, las marcas, el lenguaje del presente en que se infieren. Como telón de fondo común, la reflexión sobre la circulación de las ideas (el pensamiento y su consumo, cuando todos los grandes filósofos franceses han desaparecido ya), de la pornografía (el sexo, los cuerpos, la ostentación física y económica de la belleza, encarnada en el personaje Olga, una ejecutiva rusa que se convierte en amante de Jed) y el turismo (el significado profundo de la industria Michelin, en este caso).
La historia de Jed, aunque tenga puntos en común con personajes anteriores de Houellebecq, es fascinante precisamente porque vehicula una indagación sobre el significado del arte. Personaje desapegado, inválido emocional, dedica sin aspavientos ni armadura teórica toda su vida a la creación. Las tres fases de su obra (que se narran desde un futuro en que se ha convertido en un artista canónico, profusamente estudiado) se corresponden con tres herramientas o lenguajes: la fotografía, la pintura y el videoarte. Lo que vincula sendas etapas es la mirada individual como fenómeno inserto en el tiempo colectivo. Aunque las fotografías de mapas Michelin y el registro en video de imágenes expuestas a la erosión natural también son descritos con detalle, insistiendo en las características técnicas de su realización, el proyecto que más páginas ocupa en la novela es el de retratos de profesionales de índole diversa. “Lo que define ante todo al hombre occidental es el puesto que ocupa en el proceso de producción”, leemos. El oficio, la profesión: cuál es el lugar del artista en los sectores productivos y cómo trabaja y manipula los materiales que le son propios. Cómo se relaciona con el dinero y con la artesanía. En el caso del escritor: las biografías ajenas, el momento histórico que le es propio, las palabras leídas, escuchadas, recreadas o extraídas de Wikipedia. Porque a diferencia de tantos otros escritores empecinados en ensalzar la Tradición y en alejarse inútilmente del presente, Michel Houellebecq es consciente –como Baudelaire– de que solo mediante el tenso y exigente diálogo con tu tiempo, en toda su complejidad técnica y semiótica, tu obra tiene alguna posibilidad de sobrevivir a tu cadáver y su inexorable destrucción.
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