sábado, 14 de agosto de 2010

El placer de las digresiones


Javier Marías.
Juan Gabriel Vásquez es uno de los lectores más apasionados de la obra de Javier Marías. De él, dice cosas como ésta: "Durante varios años la literatura española después de Franco se redujo para mí a Marías y otros dos nombres", y no es difícil identificarse con la frase. Tan sólo de Tu rostro mañana, esa extraordinaria última novela de Marías, Vásquez ha escrito algunas cosas, y es precisamente esta obra la que motiva la entrevista que encuentro en El Malpensante y que, por su extensión, posteo tan sólo fragmentariamente. Como introducción, dice Vásquez acerca de esta novela:
La traición, ficcionalizada, es uno de los ejes de Tu rostro mañana, la singular meganovela de 1.300 páginas que Marías publicó en tres tomos entre 2001 y 2007. Su narrador, Jaime o Jacques o Jack o Jacobo Deza (su nombre cambia durante la narración, según su interlocutor y otras circunstancias), es un español que ha sido contratado por el Servicio Secreto británico para formar parte de un equipo singular: son personas cuyo talento es interpretar a los otros. Es decir, personas capaces de saber, mediante el estudio de los gestos y las palabras de otro, cómo reaccionará en el futuro, qué probabilidades lleva en su sangre: cómo será su rostro mañana.
Luego le pregunta sobre su manera proceso de escritura: ¿Llegas al final de la novela y entonces vuelves a la primera página para comenzar a corregir?
Y contesta Marías: No, nunca. Cuando hablo de borradores, me refiero a los de cada página. Yo nunca leo todo mi libro seguido, ni siquiera cuando lo he terminado. Cuando mando al editor el manuscrito, lo hago sin haber leído el libro completo. Ni siquiera fragmentos: “Voy a leer las primeras cien páginas, o voy a leer lo que llevo...”. Eso no lo hago. Solo en pruebas llego a leer el libro entero. Antes, voy haciendo página por página, y cada página es definitiva: una vez que la paso a la carpeta, la doy por buena. Así va a ir a la imprenta.
Continúa Vásquez con el asunto de las digresiones, las famosas digresiones de Marías, que dice éste haber aprendido de Sterne, pero antes de Cervantes: ¿Pero cuál es tu intención al manipular el tiempo de esta manera?
No es irritar al lector, desde luego. Habría dos intenciones: cuando abro una digresión, por larga que sea, mi desiderátum es que, aunque en un lector convencional pueda haber un momento de irritación (“pero dígame, ¿le corta o no la cabeza?”), la propia digresión tenga el suficiente valor y la suficiente fuerza como para que también sea interesante. Es lo que sucede en El padrino II, ¿no? Es una película extraordinaria: uno va viendo la parte del presente, con Al Pacino como Michael Corleone, y en determinado momento eso se corta y nos llevan a los comienzos de Vito Corleone, con De Niro. Y luego lo mismo, pero al revés. Cada vez que se hace uno de esos cambios, uno está tan interesado en lo que está viendo que detesta que lo saquen de allí. Yo quisiera que se produjera eso con mis digresiones: que al final resulten tan interesantes como la historia principal, y cueste salir de ellas.
Ésta sería tu primera intención.
Sí. Y la segunda es ésta: yo creo que la novela es el género literario –e incluso el arte– que mejor permite la existencia del tiempo que en la vida real no tiene tiempo de existir. Existe la dimensión objetiva del tiempo: un minuto siempre tiene sesenta segundos. Pero en otra dimensión, las cosas tienen diferente duración subjetiva aunque la duración objetiva sea la misma. Lo que realmente uno recuerda de una larga noche en que abandonó a su pareja, o fue abandonado por ella, puede ser un solo gesto, una frase, una mirada, y a uno le hubiera gustado que el tiempo se detuviera. Eso es lo que permanece en la memoria. Mi intención en las novelas es que las cosas tengan la duración que nunca tienen al suceder pero que siempre tienen después de haber sucedido. En la novela se puede conseguir eso. Hacia el final de la escena de la discoteca, el narrador cifra incluso la duración de la escena: dice que debió durar ocho a diez minutos. Sin embargo, ha ocupado un montón de páginas, porque para mí ésa es la duración real. Claro, Cervantes es más osado: en el capítulo del caballero vizcaíno, la acción se interrumpe con las espadas en alto. Y uno cree que va a volver a la escena, pero no. No vuelve. Esas espadas llevan 400 años en alto y no van a bajar nunca.
Otro de tus rasgos que aparecen llevados al extremo en Tu rostro mañana es ese sistema de resonancias que tienen tus novelas desde Corazón tan blanco, y que se ha vuelto uno de tus sellos característicos. ¿Puedes explicar cuál es el objetivo de esa estrategia?
Son frases que vuelven a aparecer, ligeramente cambiadas o en distinto contexto, varias veces en una novela. Para mí el efecto de las resonancias debe ser sobre todo emotivo: debe suceder lo que sucede cuando uno, escuchando música, se encuentra con la misma melodía... “Esto sonó al principio, pero lo tocaba solo el violín”, te dices, “y ahora lo toca la orquesta entera”. Y cuando funciona, produce una emoción muy intensa, por lo menos a mí me la produce.
Tratándose de una novela que publicaste en varios tomos, con tres años entre ellos, tú podías, igual que Cervantes tras la publicación de la primera parte, asistir a las reacciones que tu ficción provocaba. ¿Modificó eso tu escritura?
Yo he dicho que esta novela no es una trilogía, como se le ha llamado impropiamente. Es una novela publicada en tres volúmenes. Y sin embargo, lo cierto es que para mí, desde el punto de vista de la escritura, funcionaron como tres novelas distintas. Es decir que el esfuerzo que yo he debido hacer al comienzo de cada volumen ha sido equivalente al esfuerzo que uno hace cada vez que empieza una novela nueva. A mí el principio es lo que más me cuesta, y luego llega un momento en el cual uno nota que va cuesta abajo. Y esto no me ha ocurrido al pasar la mitad del total: ha sido como si cada vez tuviera que hacer el esfuerzo de empezar una nueva novela, aunque no fuera nueva. Una de las cosas que hice, sin embargo, fue prevenirme un poco: cuando publiqué el primero –y aún creía que iban a ser solo dos– me planteé si leer o no las críticas que salieran. Si las leo y son buenas, pensé, corro el peligro de pensar que esto está hecho. Y si son muy negativas, eso me puede desalentar, o hacerme cambiar el proyecto. Veía peligro en ambos casos. Y descubrí que se puede estar perfectamente sin leerlas, sin saber. En cuanto a las reacciones de los lectores, no, no creo que me hayan hecho cambiar el proyecto. En fin: si esta novela cuenta con algún mérito, es el de tener las dimensiones de una novela río, siendo todo menos una novela río. A mí me parece muy fácil hacer una novela muy larga cuando hay muchos acontecimientos, muchos personajes, cuando la acción transcurre a lo largo de varias generaciones. Si esta novela se puede leer hasta el final, es sin recurrir a ninguna de esas cosas. La novela transcurre en un plazo de tiempo que nunca se establece con claridad, pero que es de un par de años. Y en realidad esos años se ven reducidos a unas cuantas noches, a un período breve en Madrid, y ya está. Tampoco hay muchos personajes. Alguien me dijo que eran 26; las tres partes suman más de 1.600 páginas. No son muchos personajes por página, ¿verdad?
Muy interesante lo que viene a continuación. Vásquez interroga a Marías acerca de los dos personajes reales que inspiraron a los personajes ficticios Juan Deza y Peter Wheeler: Están ostensiblemente basados en tu propio padre y en uno de tus amigos de Oxford, sir Peter Russell. ¿Cómo fue el proceso de transformar a esos dos modelos originales en personajes de ficción? ¿Los utilizabas como fuentes deliberadamente, ibas a ver a tu padre con la conciencia de que usarías lo que te dijera para la novela?
No, en absoluto. Incluso las conversaciones que hay entre Jacobo y Juan Deza, su padre, no tienen una base real. Son conversaciones que yo habría podido tener con mi padre, y digamos que la tonalidad del padre de Deza es la de mi padre, pero no necesitaba renovarla estando con él. Ni tampoco iba a hablar con él con el propósito de nutrir la novela. No me gusta hacer eso. Pero sí, nunca en mi carrera literaria lo había hecho de manera tan clara y tan abierta. Y además les pedí permiso, lo hice con su consentimiento. En el caso de Russell, le pregunté inicialmente si podía usar para este personaje su biografía somera, solamente lo que uno puede encontrar en el Who’s Who o en una enciclopedia donde esté la entrada P. E. Russell. Lo que no hice fue sonsacarlo, ni intentar que me contara cosas. A partir de los datos que estaban al alcance de cualquiera, yo podía fabular. Él, como el personaje de la novela, sirvió en el Servicio Secreto durante los años de la guerra, el MI5 en su caso. Lo que no hice nunca fue preguntarle qué había hecho, qué pasó... En la novela se cuentan algunas cosas que coinciden con su experiencia, pero no las supe a través de él, sino de textos de terceras personas, cosas que ya eran públicas. No me gusta tratar a las personas con vistas a un aprovechamiento. Los novelistas nos nutrimos de cosas reales, claro. Pero no me gusta que mi trato con las personas sea utilitarista.
¿Crees que el novelista es la persona que se obliga a ver? ¿A abrir los ojos donde los demás los cierran?
Bastante, sí. Frente a esa idea que se ha esgrimido alguna vez de la novela como una forma particular e insustituible de conocimiento, yo la veo como una forma de reconocimiento. Con esos autores que ven, que se atreven a mirar las cosas como son –pienso en Shakespeare, en Conrad, en Proust–, uno a menudo tiene una fuerte sensación de verdad precisamente porque reconoce lo que dicen. Uno dice: “Sí, esto es así, es verdad”. Y no te están haciendo una revelación, no estás accediendo a un conocimiento nuevo. Estás viendo algo que sabías pero que no sabías que sabías. Lo reconoces porque lo has vivido, y a veces son cosas no muy gratas. Proust es quizás uno de los autores más crueles de la historia de la literatura. Cruel en el sentido de que rara vez se engaña: nos dice cosas muy duras, pero quien acepte meterse en esa verdad dirá: “Sí. Así es”. Faulkner comparó la literatura con la cerilla que uno enciende en medio de un campo oscuro, y esa cerilla no sirve para iluminar nada, sino simplemente para ver mejor la enorme cantidad de oscuridad que hay alrededor. Eso es lo que hace la literatura, ¿no? Y es suficiente. Uno trata de entender un poco mejor aquello que la gente rehúye, en lo que rehúye pensar. Esta idea de que la gente quiera saber, quiera entender... no es verdad. Nadie quiere saber nada, nadie quiere ver, y si ven, hacen como que no han visto. Nuestra capacidad de engaño es extraordinaria. El escritor se obliga a mirar un poco más, a no engañarse.
Al final de la entrevista, Marías adelanta algo de lo que habrá en su próxima novela:
Bueno, hay un cuento breve contado por una mujer que está haciendo pruebas para una película porno... En fin, yo he creído darme cuenta de que los hombres y las mujeres se diferencian en muchas cosas pero no tanto en la mente. Lo que sí veo en este nuevo libro es que será muy pesimista. Quizás el más pesimista que he hecho.
Pero no puede terminarse una conversación con Javier Marías si no se habla antes de fútbol: ...Eso me hace pensar en una pequeña tradición de futbolistas “letrados” que hay en España. Yo suelo contar la anécdota de Guardiola: minutos antes de saltar al campo y ganar la final de la Copa de Europa de 1992 terminó Belle du Seigneur, de Albert Cohen. Y decía que la emoción de la novela le ayudó a jugar esa noche.
Sí, no es muy extensa la lista, pero recuerdo a Marcial, del Español y del Barcelona luego, que era muy lector y un gran centrocampista; a Miguel Ángel, portero del Madrid; a Breitner, alemán izquierdista del Madrid, bastante leído. Más recientemente, claro, a Guardiola, a Valdano, a Pardeza (éste escribe, incluso). Y cuando Butragueño leyó Salvajes y sentimentales, se quedó tan encantado que quiso leer todo lo demás que sobre fútbol hubiera escrito (no había más, ay). Lo mismo le pasó al Lobo Carrasco, del Barcelona. Y tengo en mucho una llamada que me hizo Valdano para felicitarme por el artículo que escribí sobre el famoso gol de Zidane en la final de la Copa de Europa contra el Bayer Leverkusen. Me dijo: “Hay que saber mucho de fútbol para escribir lo que has escrito”. Quizás sea uno de los elogios de los que estoy más orgulloso. Y, ahora que caigo, todos los jugadores mencionados son del Madrid o del Barça...
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