domingo, 7 de marzo de 2010

Una memoria mala


En el ABCD las Artes y las Letras, J.J. Armas Marcelo se despacha un texto alusivo a Egos revueltos, el libro sobre el que responde Juan Cruz, su autor, en la entrada anterior de este blog. ¿Qué se tendrán (o se habrán tenido) estos dos?
Detesto a los escritores (que dicen) que escriben para que sus amigos los quieran más. Son unos impostores que terminan por traicionar (a cambio de un plato de lentejas) a los amigos que dicen querer tanto. Conozco muy bien el caso famoso de uno de esos escritores cínicos que intentó ligarse a la mujer de su íntimo amigo. El intento frustrado le costó al genio un puñetazo del airado marido, un puñetazo en público, inolvidable y suntuoso. Conozco el caso de otro de esos escritores, mamones y querendones, que se iba de burdel con su mejor amigo y, cuando se despedían tras la juerga, llamaba por teléfono a la mujer de aquel amigo tan íntimo suyo para contarle cada uno de los episodios prostibularios en los que andaban juntos.

«Por ti, yo soy capaz de arrancarme un brazo», le dijo uno de esos escritores aparentemente íntegros a uno de sus amigos escritores que le había pedido el voto en un premio donde él era jurado. «Lo que pasa es que yo tengo un solo voto... y ya sabes...» Al final, se alió con los oficinistas del odio y la envidia, y no lo votó. Jo, que tropa, diría Romanones.

He leído Egos revueltos porque está escrito por alguien que dijo siempre que escribía para hacer amigos, y porque habla de amistad y de sus amigos (algunos de los cuales me consta que también lo son míos). Es una memoria blanda, maquillada de bondad y merengue dulce, escrita en una prosa empalagosa y apalanganada que busca repetir que su objetivo es querer cada vez más a los amigos, citados profusamente y de manera conveniente. En este Olimpo de la memoria literaria, todos los escritores grandes (salvo Cela, que está en los infiernos, también en la comedia divina de esta memoria) son ángeles santos sin mezcla de mal alguno y la Mamá Grande, Nuria Monclús (para José Donoso), que en Egos sale con su propio nombre, es una dama catequista.

Al autor nadie le hizo daño nunca, por lo que no cae en el pecado del ajuste de cuentas, ni -por supuesto, sólo faltaba- él, el autor, ha matado jamás una mosca, ni ha roto un plato; va por la vida de bueno y no fue jamás agente activo de ninguna canallada o ruindad evidente. Es, pues, el autor, el más santo de todos. En lo que a mí respecta, una cita neutra, le recordaré que fui yo quien lo llamó a él para que viniera al barco, en Tenerife, a conocer a Vargas Llosa. En la casa del pintor Machado, en Vistabella, no estaba Emilio Sánchez-Ortiz, sino Elfidio Alonso. Vargas Llosa no se puso nervioso porque el autor no dejaba de hacerle preguntas, sino porque alguien que acababa de conocerlo -él, que ha llegado a ser ahora uno de sus mejores amigos- le puso delante una de sus novelas, creo recordar que era Pantaleón y las visitadoras, y le dijo: «Tú escribes ahí «Para Pilar y para Juan, con amor», y firmas». Vargas Llosa le entregó el libro y le contestó, irritado, con cara de indio londinense: «¡Escríbelo tú y yo te lo firmo!».

Impreciso, pretencioso, rodeado de «amigos», el autor de Egos (Higos, dice José Esteban) se larga una memoria mala del Olimpo literario, que antes tengo la impresión de que fue un libro inédito de entrevistas y, después, un ensayo personal del boom tipo Donoso, y ha terminado por ser «una memoria personal de la vida literaria». Además, no todos los episodios los cuenta como fueron, sino como le conviene a su memoria, incluso alguno de los más delicados, en los que por mucho que diga «yo estaba por ahí», nunca estuvo presente. En fin, nada nuevo bajo el sol de esta literatura nuestra cuyos prestigios se hacen con estas vainas de memorias, puro régimen, donde lo políticamente incorrecto no es encontrable ni con lupa y el empalago es como un helado de fresa repetitivo y onanista.

Se atribuye a Octavio Paz una anécdota que el autor no cuenta y que, para terminar esta intemperie, me conviene -por políticamente incorrecta- contarles. Una vez, el autor de Egos le pidió a Octavio Paz que le firmara uno de sus libros recién publicado. El Nobel mexicano, cansado del revoloteo insaciable del periodista, tomó el libro en sus manos y le espetó en letra bien grande y clara: «A Juan Cruz, más cruz que Juan».
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2 comentarios:

Madison dijo...

¡Cómo está el patio!

Anónimo dijo...

Pues lo que tienen es que los dos son canarios y los dos han sido editores. Ese es el ovillo para llegar a la madeja