viernes, 6 de febrero de 2009

Final del éxodo

Cementario de El Marillal, pueblo cercano a la ciudad de Choluteca.

Mi padre dejó de estar aquí un treinta y uno de marzo.

Se fue en la madrugada y se internó en la tarde.

A las últimas paletadas de tarde quedó un bulto

de nubes que lo tragó la noche.

Le vestí yo. Y mi hermano. Juntos lo pusimos en la caja. Mi madre,

buscó con Cristo una medalla, en cruz, para el pecho, y un velo

para el rostro, en su baúl, y una sábana blanca

que trajo un hondo olor secreto a sacro bosque.

Prendí la cruz en su camisa mía y le enlacé las manos como

lo hacía, dedo a dedo, sin pesares. No hubo menester de cerrarle

los ojos. Ni la boca. La cabeza la dejó, de lado, y el corazón,

oblato…así como si rozara una orilla blanquísima.

Yo no quería abrir la Casa. Salí, dejándola cerrada

a telefonear a mis hermanas. Volví con Ángel. Mandé abrir la fosa.

Hice el altar. Ángel se fue a terminar unos encargos, y, por primera vez,

los tres: mi madre, él, yo, a puertas cerradas, cada quien quedó solo.

Yo hubiera deseado no tener que abrir. Me refugié

en mi corazón, en lo remoto blanco. Y no sé.

Pero tuve que abrir bajo o sobre mi corazón,

ante dios, desde él. Mi madre y yo rezamos solos.

A las tres doblaron. Mamá se sobó la frente, y dijo: “Vaya, pues,

que le vaya bien. Que dios lo bendiga.” Yo le palpé las manos. A las

cuatro fue la Misa. Y el coro del colegio lo subió a una iglesia de música.

Y sin ver aquí seguía yo oyendo en la luz ante el obispo acá a San Mateo.

Llegamos al cementerio. Vi descender la caja, caer la tierra a lo profundo.

Alfredo, un estudiante, como Tobit, agarró la pala, Moncho, y otros hombres,

y las manos sudando fueron como verano victorioso.

Niños aparecieron sembrando flores sobre la tumba alta.

El diez de abril quemé sus últimas cositas: -había ya quemado

su frazadita verde- su camita de ocote, su colchoncito,

su sabanita, su almohada, sus zapatos viejos, sus tres camisas,

su pantalón café, su pailita amarilla, su tacita acua, y su jarrito rojo.

Dos hermanos y yo le dimos fuego. Mi hermana se entró con Juana.

Bertha y yo nos quedamos viendo los últimos carbones.

Y lloramos. No había viento.

Las cenizas quedaron en el patio.

El lunes once di parte de su muerte. -“¿Nombre?”- Rafael.

1890. de Gregoria Cardona y de Lorenzo Andrada.

“¿Profesión?” –Zapatero.- “¿Escolaridad?” –Secundaria.

-“¿Deja bienes?”-… (El me enseñó a servir, a leer, a pensar…

Me dijo ya para morir: “Ya me voy. Me voy al cementerio.

Dios es el creador de todo el universo y de todos los hombres.

He tenido la fortuna de tenerte, que Dios te proteja.” Y viendo a José,

refiriéndose a mí, agregó: “Es tu hermano. Es tu hermano.”

Le pregunté que cómo se sentía, y respondió que bien.

Sólo dos veces lo vi en vida abandonar la cabeza.

Eran las vísperas. Ah, cómo deseaba volver a oírlo conversar,

referir leyendas, historias de caminos, una historia.

Jamás habló mal de nadie y jamás habló mal.

Unos meses antes que le leía no sé a quién y a Char, le dije

por ver si estaba atento, “ ¿Te gustan?” –“Sí, mucho,

los dos son buenos”…No sé si era a Rimbaud.

-“¿Deja bienes?”

… “pero Char es tan denso.”)

-Ninguno. (Eso. Esto.

Este poema es suyo. Pero esto no es nada.) Nada.

Edilberto Cardona Bulnes

Comayagua, 1977.

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