miércoles, 27 de agosto de 2008

El llanto del camino

Fotograma de la película Pather panchali, 1955

Por Dennis Arita

Bengala es una región al sur de la India y vecina de Bangladesh cuyo territorio es al mismo tiempo enriquecido y devastado por los vientos y las lluvias del monzón. Las tierras bangladesíes son tan bajas que una subida mínima del caudal marino podría inundar la décima parte del territorio. Cada año, los bengalíes esperan y temen la llegada de los vientos anuales y se preparan para recibir la humedad nutricia y el verdor de la tierra. Es la época esperada por los que siembran y cosechan el arroz en los paddies, por los que se dedican a producir maíz y té, por el campesino que a la cabeza de una yunta de bueyes recorre los campos que dentro de poco estarán cubiertos de agua marrón y temblorosa al paso de los cascos y los pies calzados de sandalias. Es el fin del largo verano.
En 1920 –y hoy también, seguramente- los campesinos y la gente de la Bengala rural recurrían a los hombres que representan a la divinidad y proclaman su mensaje para curar el temor a la furia de la naturaleza y alimentar su esperanza en la fertilidad de la tierra y en la riqueza de la Bahía de Bengala, de aguas luminosas y abundantes en barracudas y delfines. En esa época, uno de los hombres de Dios que intercedían por los expectantes campesinos bengalíes debe haber sido el modelo de una criatura de ficción, el sacerdote, padre de familia y aspirante a poeta y dramaturgo Harihar Ray, personaje secundario de la ya clásica novela bengalí Pather panchali (de variable nombre español: El llanto del camino, La canción del camino, El pequeño llanto del camino), escrita en 1929 por Bibhutibhushan Bandopadhyay.
Harihar es por definición un buen hombre, pero no tiene ambición y mientras su esposa Sarbajaya y sus hijos Durga y Apu se las arreglan como pueden para sobrevivir en su viejísima casa en el campo, su trabajo de sacerdote no sólo le da poco dinero, sino menos del que en realidad ha ganado, pues su patrón tiene la costumbre de no pagarle o acaso padece del saludable hábito –saludable para sus finanzas, no para las de Harihar- de evitar pagarle. En la casa de Harihar Ray, y tal vez en toda esa región, no se vive, sino que se sobrevive; su mujer Sarbajaya está amargada por la miseria, por los fantásticos planes de Harihar, que trama meticulosa e inútilmente una obra poética o teatral que lo hará famoso y los rescatará a todos de la miseria, por los hábitos de su hija Durga, que amorosamente roba frutas para dárselas a su querida tía Indir Thakrun, y por la misma Indir Thakrun, hermana de Harihar, deshecha por los años y por el desprecio de su cuñada, pero que se mantiene en pie por el cariño de Durga y por las ofrendas de comida y techo que recibe de otro familiar a cuya casa se muda cada vez que las afrentas de Sarbajaya la tocan en lo vivo.
Confieso que no he leído Pather panchali ni su secuela Aparajito (El invencible) aunque espero hacerlo pronto, algún día, y que si sé de la existencia azarosa, miserable y conmovedora de la familia Ray, de la fama y la fortuna siempre aplazadas de Harihar, de las penas y amarguras de su mujer Sarbajaya, de los repetidos saqueos de Durga en los huertos vecinos y de su amor por la vieja Indir Thakrun y de los ritos de crecimiento del pequeño Apu, verdadero protagonista de la historia, se debe a una película hermosa y magistral del director indio Satyajit Ray. A la primera película de Ray, llamada también Pather panchali como la novela de Bandopadhyay, rodada en 1955 con poco dinero, con actores de los que incluso hoy poco o nada sabemos y con un director de fotografía que nunca antes había participado en un filme y cuyos créditos se reducían a su trabajo como fotógrafo de revistas. A la primera parte de la llamada Trilogía de Apu, también compuesta por dos filmes perfectos: Aparajito (El invencible), filmada en 1957, y Apur sansar (El mundo de Apu), de 1959.
Usamos muchas veces la palabra mágico para describir objetos o eventos que encantan o agradan más de lo normal, aunque llega a abusarse de ese término y hablamos de la magia de un atardecer o de un vino o de una mujer porque para nosotros tienen la virtud de ser enigmáticos, asombrosos, hermosos o simplemente llamativos. Con más corrección, aunque sin mayor fortuna, se dice que un relato de brujas, duendes y talismanes es mágico aunque los hechos narrados nos aburran fatalmente o no resulten interesantes ni como estructura narrativa ni como fábula ni como reacción contra lo que se ha dado en llamar realismo. Me parece, sin embargo, que esa palabra puede usarse sin temor al hablar de Pather panchali.
Decirme a mí mismo que El llanto del camino es una película mágica es un enunciado más atractivo porque a primera vista nada en este filme parece mágico, es un relato de pobreza, desarraigo y sufrimiento. La magia está en cómo se cuenta el relato, en la selección de imágenes y de sonidos, en cómo lo narrado sucede como nos ocurre la vida, pero con la ventaja de que asistimos al desarrollo de la vida en una remota aldea bengalí como testigos privilegiados, pues nos satisface enormemente que la repetición de un suceso que en la realidad cotidiana sería rutinario (como la visita periódica del vendedor de dulces que Durga y Apu ven pasar sin poder comprarle su producto) se vuelva de pronto emocionante, como el estribillo de una canción querida que conocemos y esperamos.
No sólo es mágica la maravillosa notoriedad de sucesos cotidianos que le debe tanto al neorrealismo italiano -escuela de realización cuya obra cimera, Ladrón de bicicletas, convierte en símbolo de sobrevivencia la búsqueda de un artículo robado-: también el cómo, el método narrativo de Pather panchali, es un elemento mágico. Ray elude cuidadosamente -¿o debería decir instintivamente, sin esfuerzo aparente, con la felicidad de quien asiste al desarrollo de su creación y se asombra de lo que ve y descubre?- lo abiertamente dramático y prefiere el desarrollo natural del relato sin olvidar la importancia de los detalles amados, como las frutas que Durga sustrae, como la visita del vendedor de caramelos, como la bolsa de enseres que Indir Thakrun se echa al hombro cada vez que es desterrada de la casa Ray.
Sin embargo, al contrario de la película italiana de De Sica, en Pather panchali no hay nada que aspire a ser símbolo. Todo tiene valor en cuanto es objeto de un mundo amorosamente recreado, de una realidad que puede ser la realidad bengalí, pero que es más que la realidad bengalí porque es la realidad del mejor cine, hecho de imágenes memorables, como la imagen de los campos anegados por la lluvia, como la de las flores acuáticas remecidas por la brisa, como la del bosque milenario, como la del tren negro y humeante que Durga y Apu ven desde el suelo, ocultos y risueños entre las altas malezas.
Ejemplar en su desarrollo argumental, fiel al dictado de representar la vida como si ésta fuera un descubrimiento perpetuo, hay una secuencia de Pather panchali que me parece ejemplo notable del afortunado método narrativo del maestro indio. Me refiero a la unión de dos sucesos: el destierro de la tía Indir (maravillosamente encarnada por la actriz Chunibala Devi, que murió de gripe en 1955 sin haber visto la película terminada) y el paseo en que Apu y Durga vuelven de ver el tren. Acostumbrado a los dos sucesos repetidos a lo largo del filme e inevitablemente enternecido por ambos, me asombra cada vez que veo la película la manera sencilla y conmovedora en que Ray hace confluir vida y muerte en una sola secuencia.
Dije más arriba que el verdadero protagonista de Pather panchali es Apu Ray, el hijo menor del sacerdote Harihar y de la paciente y triste ama de casa Sarbajaya. Habría que esperar la segunda y la tercera entregas de la trilogía fílmica de Satyajit Ray para que Apu se convirtiera en protagonista. Para mí, el protagonista de El llanto del camino es el tiempo, el paso de los días que lo cambia todo. El tiempo, protagonista de las grandes novelas decimonónicas que sin duda influyeron en Ray y en el autor de Pather panchali: Tolstói, Balzac, Stendhal…
Aún no sé si el director Satyajit Ray fue fiel a la novela de Bibhutibhushan Bandopadhyay; se dice que algunos críticos prefieren el texto literario sobre la película. Yo, sin haber leído la novela, embrujado por la magia de una película de 1955, soy incapaz de decidir cuál es mejor y las acepto a ambas, pero sí soy capaz de imaginarme las palabras de ese texto que quizá algún día leeré: agua, árbol, casa, tormenta, muerte, vida.
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