viernes, 5 de octubre de 2007

Donde toda ficción era posible

Emilio Manzano comenzó citando unas palabras escritas por Vila-Matas en un artículo publicado en El País en el transcurso de la semana pasada. En el texto, Vila-Matas decía que desde su primer viaje a México, ese país le había parecido un lugar en el que toda ficción era todavía posible. A continuación el autor de París no se acaba nunca relató las principales incidencias de ese primer viaje:

Ya en el avión, cayó en la cuenta de dos cosas importantísimas: no sabía quién o quiénes lo habían invitado a México a ese congreso de literatura en Veracruz y tampoco sabía si a su llegada alguien estaría esperándolo en el aeropuerto. Sólo sabía que en Veracruz también estaría Sergio Pitol y que al verlo se sentiría aliviado. Luego de agradecer secretamente la presencia de un mexicano sonriente pero lacónico casi al pie de la escalera de su avión, quien dijo que hacía frío cuando en realidad empezaba a hacer un calor nada confortable, fue conducido a un hotel cerca del Zócalo capitalino. En su habitación, se duchó y después se echó a dormir, cansado por el viaje. De pronto un ruido de multitud que avanzaba lo despertó. Se asomó a la ventana de su habitación en el cuarto piso y lo que vio lo dejó perplejo durante un instante, porque ya lo había visto antes en una película de Buñuel: una procesión de mujeres con sus cabezas cubiertas por un velo y portando en sus manos una vela encendida. Iban a rezarle a la virgen de Guadalupe. Volvió a acostarse y a dormirse. Al despertar de nuevo, sobresaltado porque quizá el autobús que lo trasladaría a Veracruz se había marchado sin él, se preguntó si aquella procesión de mujeres con sus rostros cubiertos y una vela encendida en las manos había sido real o sólo un sueño raro. Se asomó de nuevo a la ventana y comprobó que el autobús estaba abajo, con sus ocupantes probablemente esperándolo. Les hizo una señal con la mano para que lo esperaran cinco minutos más. En el lobby no pudo resistir la curiosidad y les preguntó a los empleados del hotel si había ocurrido de verdad eso que él suponía un sueño. Los empleados le confirmaron la veracidad de su sueño. Al llegar a Veracruz se enteró de que llegaba tarde. El congreso de literatura estaba en su recta final. Ese día se desarrollaba la última jornada. Había sido invitado a la última jornada de un congreso de literatura en Veracruz por personas que hasta ese momento no conocía. Nada simpática la situación. Después de su participación en esa última jornada del congreso (aún no había visto a Pitol), se ofreció un brindis de honor por todos los invitados en el elegante salón de un hotel veracruzano. Ahí tampoco andaba Pitol. Comió y bebió con insuperable entusiasmo y en determinado momento, algo cansado de la soledad que le había prodigado México en sus primeras horas, decidió unirse a un simpático grupo de hombres jóvenes que daban la impresión de no querer dejar ilesa ni una botella de vino. Puesto que de México lo único que conocía era unos chistes sobre mexicanos, y quizá como una manera de entablar un diálogo con alguien, empezó a contar chistes sobre mexicanos. El grupo de hombres jóvenes dio la impresión de disfrutar los tres o cuatro chistes sobre mexicanos que contó, porque todos rieron unánimes, quizá sólo por causa del vino. Pero cuando se disponía a contar uno más, un hombre mayor que los hombres jóvenes del grupo, quizá también escritor, como él, le dijo unas palabras fuertes, que él entendió –quizá también por causa del vino- como la continuación de su chiste, pero cuando notó que el hombre mayor aumentaba el tono y ampliaba el significado de sus palabras, uno de los hombres jóvenes lo apartó del grupo, hasta que todos los demás vinieron a unírseles. Entonces les preguntó si eran escritores, como él. Le contestaron que sí y que además habían sido ellos quienes lo invitaron al congreso. Siguieron todos comiendo y bebiendo. Preguntó por Pitol, porque Pitol aún no aparecía, pero ninguno supo decir nada.
El día siguiente todos los escritores participantes en el congreso abordaron un tren en el que cruzarían el país. Le tocó compartir una pequeña habitación y una litera con un escritor mexicano. “¿Prefieres arriba o abajo?”, le preguntó, y estas únicas palabras suyas bastaron para que el desconfiado escritor mexicano le dejara la habitación a él solo y huyera en busca de un lugar seguro. No sabía si Pitol viajaría con ellos, pero a estas alturas ya se había resignado a no verlo en el tiempo que le restaba en México. Durante el viaje pararon en un pueblo del que no conoció el nombre. Subieron al tren una gran cantidad de cajas de tequila que él supuso desembarcarían en otro pueblo o ciudad. Pero pronto se supo que no era ese el fin de las cajas, sino agasajar a los escritores invitados al congreso. El tren fue entonces bautizado como “El Tequila Express”. Desde ese momento fue una fiesta permanente. No se acababa nunca. Tampoco el tequila. En un momento dado de la borrachera llegó a comprar una pistola a un escritor mexicano, de la que se desembarazó el siguiente día durante su resaca. Definitivamente México era un país en el que toda ficción era posible. Pero no, lo suyo de ahora no era ficción sino realidad pura y dura. En el DF se hospedó en el hotel de la vez anterior. Ya en su habitación, lo primero que hizo fue ducharse. Luego se acostó en la cama, pero antes de dormirse pensó en su viaje, en México, en los mexicanos, en esa forma que los mexicanos tienen de divertirse, que consiste en no divertirse nunca, lo que, extrañamente, le hacía recordar a Rulfo y pensarlo en un pueblo perdido como Comala o Luvina. También pensó en Pitol, ese oscuro hermano gemelo al que no había podido ver durante su primer viaje a México. Finalmente se durmió. Soñó quizá con procesiones de mujeres que iban a rezarle a la virgen de Guadalupe. Soñó quizá con un congreso de literatura al que llegaba tarde. Soñó que contaba chistes sobre mexicanos y que salía ileso de un pleito estúpido. Soñó con tequila y pistolas. Con una mujer parecida a Paula de Parma. Soñó –como Pitol- la realidad, su propia realidad.
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