domingo, 23 de septiembre de 2007

La naturaleza del pescador

Ya Thomas De Quincey dijo en su célebre apología del asesinato que en éste intervienen algo más que esos dos imbéciles: el que mata y el que muere; también están las figuras, la luz y la sombra, la poesía, el sentimiento; todos ellos, elementos indispensables para intentos de esa naturaleza. En el cuento que mimalapalabra les trae en esta decimoséptima entrega en diario La Prensa, Dennis Arita confirma esas palabras del escritor inglés a través del crimen que un pescador está a punto de cometer en su propia casa. El tiempo es muy importante para este hombre, que se ha permitido en los últimos seis días esperar paciente el momento oportuno para cobrar venganza. Un magnífico cuento que no admite lecturas superficiales, porque en lo que subyace, en lo no dicho, está el meollo del asunto.

La naturaleza del pescador

Dennis Arita

Tiempo. El instrumento más preciado del pescador. También son útiles los sedales, los anzuelos y las carnadas, pero sin tiempo el pescador no tiene nada o tiene muy poco.
Otra cosa es saber qué hacer con el tiempo, pero eso es cuestión de maña. El pescador que ya domina el tiempo puede estar tranquilo y dedicarse a su trabajo sin prisa ni susto. Casi siempre se queda de pie en el río, dejando que el agua fría corra entre sus muslos, mientras sobre su cabeza el viento remece los bambúes. Primero es él en medio del río con el sedal corriendo entre sus dedos, después él es el agua y el bosque y al final es puro vacío, ni aire ni nada.
Cuando ha sometido al tiempo, cuando lo ha domado como a un animal silvestre, cuando lo ha obligado a obedecer a sus caprichos, está en sosiego. El pescador se levanta temprano, no porque la pesca sea mayor a ciertas horas. La buena pesca, además de exigir el dominio del tiempo, depende del lugar donde se eche el anzuelo, del uso de ciertas carnadas. También de cómo la luz del sol o las sombras caen sobre el agua del río.
-Hoy vas a salir más temprano, Juan –dice la mujer del pescador desde la cama. Está echada sobre su costado derecho y con la mano izquierda se arregla el pelo que hasta hace un momento le cubría los ojos. Ha hablado sin preguntar, como siempre, como si diera algo por sentado.
-Sí –dice el pescador. Mira a su mujer tendida en la cama, todavía perdida en el agua del sueño.
Ahora que ha sometido al tiempo, puede quedarse de pie y contemplar a su mujer como nunca antes la ha contemplado. Ésa es una de las ventajas del dominio del tiempo. Se da cuenta de que ahora puede verla completa, unida a lo que la rodea y separada de todo. Incluso de él. Ve su cabeza, el cabello recogido sobre la oreja. El cuello es frágil, un tallo que el viento leve podría doblegar. Se sorprende pensando en ella ya no como su mujer, sino como un cuello separado de su cuerpo, como un trenzado de venas por donde corre la sangre. Entonces ya ni siquiera se asombra.
-Es buena hora –dice-. Hay un sitio al norte donde se ponen a picar nomás empieza a clarear.
-Qué bueno –dice su mujer. Vuelve a recostarse, le da la espalda y se duerme.
El pescador que domina el tiempo es de una naturaleza siempre igual a sí misma. Nada la conmueve. Cuando baja al río con el rollo de sedal en la mano derecha y el anzuelo y la carnada en la izquierda, mira el bosque. Antes veía fijamente las copas de los árboles al amanecer y no era capaz de decir cuándo las hojas iban adquiriendo forma, separándose unas de otras bajo la primera luz.
Pero hoy no entrará en el río. Posiblemente ya no tiene por qué hacerlo. Podría quedarse de pie y dejar sus aperos sobre la tierra negra de la vega. Y eso es lo que hace. Ahora ya sabe en qué momento exacto cada hoja irá saliendo de la masa negra de la arboleda, cuándo el agua del río dejará de ser un nido de luces alargadas y será clara como siempre, con un fondo de piedras, lodo y arena donde los peces se entrecruzan, planos y flexibles.
Es extraño que el pescador use nasas o redes en vez de anzuelos y carnadas. Pero tal vez el dominio del tiempo exige nuevas costumbres que van en contra de sus hábitos más conocidos. Y todavía es más extraño que haya usado redes durante seis días seguidos y que, en cambio, dejara abandonados sus queridos sedales de siempre. Es un hábito reciente; en realidad sólo ha usado las redes esas seis veces en toda su vida. Es obvio que prefiere tener el sedal en las manos, quizá fumar un cigarrillo –lástima que no fume- o comer un bocadillo, porque el sedal entre los dedos le da una sensación que no pueden procurarle las redes abandonadas a merced de las corrientes y de la dieta de los peces. Sentir el tirón súbito del hilo después de la espera paciente y de la expectación de la picada es algo que no conocen quienes usan redes y no anzuelos.
Durante seis días ha aguardado junto al río después de echar las redes de cáñamo. Ha permanecido sentado en la tierra apenas cubierta de hierba, junto al agua, las manos perezosas reposando sobre sus rodillas. Se ha sentido extraño esos días, tampoco eso se duda, porque a esas horas suele sentir el juego de tensión y laxitud del sedal en la mano, mientras mira el agua y los bambúes bajo la brisa como cabellos partidos por una mano invisible. Ha regresado seis veces a la casa con su carga de peces atrapados en las redes y no ha explicado nada porque su mujer habla poco y cuando habla no pide explicaciones.
Se inclina sobre el agua y ve las redes. Hay cuatro peces, dos pequeños y dos grandes. Le gusta esa simetría porque, como muchos pescadores, es supersticioso. Va sacando uno a uno los peces brillantes como plata nueva y los deja removerse en sus manos antes de dejarlos caer al agua y alejarse en la corriente, indiferentes e inescrutables.
Camina de regreso a su casa. No ha comido y ni siquiera ha pensado en comer ni tiene hambre. Se siente ligero como esas motas blancas que vuelan a su alrededor, en el aire cada vez más claro del bosque. Da zancadas uniformes y precisas y por un momento cree que sus pies no dejan huellas en la tierra blanda. Ve a su alrededor para saber si lo siguen. Cuando voltea a ver está a punto de fijar la mirada en la corteza de un tronco donde la luz sesgada traza los dibujos más hermosos que ha visto, pero sabe que no puede detenerse. La belleza que acaba de descubrir no puede detenerlo, no ahora.
En el camino de vuelta no se encuentra con nadie. Eso tampoco lo asombra.
Ya ha amanecido cuando llega al límite entre el bosque y el patio de su casa. Se da cuenta de que ha avanzado demasiado. Retrocede sobre sus pasos, se inclina y se queda en cuclillas entre los árboles jóvenes y los retoños, vigilando la casa. Pero ni siquiera la vigila. Sólo la ve. Ve la casa donde en un tiempo ahora lejano vivió solo hasta la llegada de la mujer. Deja de pensar en ella. Ahora sólo existe la casa, el ruido de los picotazos de las gallinas en el patio y el cloqueo de los dos gallos. La casa está quieta, como si nadie viviera en ella. Apoyada contra la pared hay una pila de leña a resguardo de la lluvia y, enfrente, un tocón donde alguien, indudablemente el pescador, dejó clavada un hacha. Luego ya ni siquiera hay ruidos, sólo existe el cubo pardo de la casa erguida en medio del claro del bosque, partida por los tijeretazos de sombra de los árboles altos a la izquierda del pescador. Las sombras se deslizan perezosas sobre la tierra y las láminas del techo emiten chispazos cuando la luz comienza a caer a plomo sobre el metal.
El pescador no se mueve. Tiene piernas fuertes y ojos jóvenes. Desde algún sitio a la derecha se ve avanzar a un hombre hacia la casa parda. Viene vestido con ropa de trabajo, manchada de grasa o simplemente sucia. Es un hombre de rostro anguloso y, al contrario del pescador, tiene bigote y lleva sombrero. Su cuerpo es atlético y se mueve con una seguridad asombrosa, como si pudiera atravesar las paredes. Pone un pie delante del otro sobre las hojas de cobre y oro como si midiera cada pisada. Cuando llega a la puerta se detiene y hurga en su bolsillo. Saca una llave, abre la puerta, entra y cierra cuidadosamente. Es curioso, pero mientras salía del bosque, caminaba hacia la casa y abría la puerta, el hombre jamás ha visto a su alrededor. Sin embargo, no es el pescador quien se asombra por la indiferencia del hombre. Sólo lo ha visto recorrer la distancia entre el bosque y la casa; si pudiera oír, sin duda oiría, pero ése no es el caso. De la casa deben provenir ruidos de diverso volumen y origen, pero es imposible decirlo. Al final, ni siquiera importa.
Ahora los árboles a la derecha del pescador dejan caer cintas de sombra sobre la casa silenciosa y la luz es opaca. Alrededor de cada hoja del bosque hay como un aura, una extensión de su color, una zona difusa que en los humanos podría confundirse con el alma. Pero él jamás ha pensado en el alma, y si ve esa región borrosa alrededor de cada hoja es sólo para apreciar la graduación del color: desde un verde intenso junto al borde de la hoja hasta un blanco casi transparente que termina fundiéndose con el aire. El hombre vestido con ropa grasosa sale de la casa y vuelve a cerrar la puerta con cuidado. Camina lentamente y en algún momento se inclina para recoger una brizna del suelo que se pone entre los labios cuando vuelve a erguirse. Se aleja y entra en el bosque.
El pescador sigue inmóvil, viendo la pila de leña, el hacha y la puerta de la casa. Es así con quienes han sometido el tiempo: parecen no tener prisa. El pescador no la tiene. La casa sigue en silencio mientras caen sobre ella las sombras cada vez más espesas, como brea que se difunde sin pausas ni premura sobre una superficie clara.
Se levanta y camina hasta el tocón, apoya el pie derecho en él (aún hay barro de la vega del río pegado a la suela, lo distinguen las minúsculas motas pardas) y saca el hacha. Camina hacia la puerta de la casa, la abre y entra llevando el mango del hacha sobre el hombro. Adentro está oscuro, pero es menos difícil acostumbrarse a esa oscuridad que al entrar cuando aún es pleno mediodía. Han dejado comida en la mesa del comedor, en un plato tapado con otro plato. El pescador siente el olor del café recién hecho. En la sala, se queda de pie contemplando la puerta abierta del dormitorio; desde ahí puede ver a la mujer tendida en la cama, pero esta vez no le da la espalda. Está tendida dándole el rostro joven, la boca donde una mecha de pelo reposa entre los labios.
El pescador se da cuenta de que puede escuchar su propia respiración. Mira hacia atrás, busca una silla, la hala sin hacer ruido y se sienta, el hacha apoyada en los muslos. Se queda quieto, tratando de sentir sólo la oscuridad que lo envuelve como un cascarón. Está inmóvil. Poco a poco va quedándose tranquilo y en algún momento parece que va a dejar de respirar del todo. Todavía puede ver el óvalo del rostro de su mujer apoyado en las sombras, la mancha que deben ser sus labios, el fleco de cabello que rompe la monotonía de la piel clara. El pescador está tranquilo, sabe que cuando se levante con el hacha en la mano no será él quien haga aquello que debe hacer, sino el tiempo.
Apuntes sobre el autor

Dennis Arita es originario de La Lima, Cortés. Miembro fundador del grupo literario "Arlequín" y colaborador de la revista del mismo nombre desde 1995 hasta el 2000. Ha publicado cuento y ensayo en revistas y secciones literarias de algunos periódicos nacionales, y fue incluido en La vida breve, antología del microrrelato en Honduras, de Helen Umaña. La mayor parte de su obra se mantiene inédita, aunque actualmente prepara una selección de cuentos de próxima publicación. Este lector voraz y cinéfilo empedernido trama sus historias en la soledad, contempla la palabra desde esa barca, terrible a veces, donde se refugian los escritores. "La naturaleza del pescador" es apenas una muestra de su narrativa. No le preocupa seguir inédito, quizá "es así con quienes han sometido el tiempo: parecen no tener prisa".

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1 comentario:

Anónimo dijo...

Genial!!!...excelente manejo del lenguaje, de ritmo...ubicaría este cuento en esa zona que no se ubica ni en la vigilia ni en el sueño pero si en la sutil frontera que existe entre ambos.
Moebius